Porque somos la Universidad más grande, porque hacemos parte del Sistema Universitario Estatal, porque llegamos a cientos de miles de compatriotas en todas las regiones de la patria y fuera de ella, porque somos única en la oferta abierta y a distancia, y porque sabemos lo que significa brindar oportunidades educativas a colombianos que, si no fuera por nosotros, no tendrían otra oportunidad de estudiar, la UNAD no puede ser ajena a lo que está pasando en el entorno político nacional a propósito de las propuestas de reformas educativas que tiene en su agenda el actual gobierno nacional.
Las leyes son la forma como un Estado piensa que debe orientarse el país y constituyen el mecanismo a través del cual se regulan todos sus sistemas sociales.
En Colombia son muy diversas (demasiadas) las normas que tratan sobre temas educativos (superan las 50 entre leyes, resoluciones, decretos y directivas ministeriales), pero esencialmente hay dos que se consideran neurálgicas para la estructura, operación y orientación de la educación: La Ley 30, del año 1992, que regula el servicio público de la Educación Superior, y la Ley 115, del año 1994, llamada Ley General de Educación.
Si bien estas normas tienen una vigencia de tres décadas, desde hace mucho se cuestiona su efectividad. Independientemente de la orientación ideológica del gobierno de turno, la capacidad de las leyes educativas gira en torno a la pregunta de si estas pueden lograr los objetivos que un país espera, tales como asegurar una plena cobertura educativa, con calidad, inclusión y debida articulación entre actores, estudiantes e instituciones educativas para responder a lo que la sociedad quiere de su educación.
Hay que reconocer que Colombia ha registrado, gradualmente, importantes avances en materia educativa: Analfabetismo casi desterrado, una masiva cobertura en educación preescolar, básica y media, un acceso que supera el 50 % en educación superior, y la gradual extensión de la gratuidad en la matrícula para las poblaciones de menores recursos en la educación pública. Pero esto no es suficiente para que el país se sienta plenamente conforme con su sistema educativo.
Pero también hay que admitir que hay consenso en el sector (no de ahora, sino de hace muchos años) que el sistema educativo colombiano está desarticulado en sus diversos niveles (prueba de ello es que las políticas, leyes y gestiones del Ministerio de Educación manejan, por aparte, la educación básica y media de la educación superior; que la formación técnica laboral se orienta desde el Ministerio del Trabajo, y que las ofertas de instituciones extranjeras y por internet no tienen control alguno); que el financiamiento del Estado a las universidades públicas es inequitativo (cuatro universidades públicas tradicionales se llevan el 50 % de todo el presupuesto que transfiere la Nación, mientras que las 30 restantes -entre ellas la UNAD- reciben lo demás, insuficiente para atender como se desea una óptima operación); que los trámites para crear y aprobar nuevos programas que respondan, con pertinencia y oportunidad, al mercado laboral, son engorrosos y excesivamente demorados; que no contamos con una política de internacionalización de la educación superior; que el bilingüismo y la conectividad plena son más lujos que garantías de calidad; que las inversiones en ciencia y tecnología están desarticuladas de los procesos reales de investigación universitaria; que la tecnología y la virtualidad no han sido dimensionadas como una oportunidad para dar el salto de calidad que la educación necesita; y que, en su gran mayoría, las mejores condiciones de calidad, bienestar, infraestructura y movilidad, están orientadas para las personas de grandes ciudades y, preferiblemente, de estratos socioeconómicos altos.
Los indicadores sociales y económicos reflejan la efectividad del nivel educativo de un país, y viceversa.
Mientas que la corrupción y la criminalidad sigan haciendo de las suyas; la intolerancia y la violencia aumenten la polarización ideológica; el contrabando, la maquila, la evasión, las falsificaciones y el rebusque a como dé lugar tengan peso en la economía; y la violencia intrafamiliar, el maltrato a la dignidad de cualquiera y la segregación sigan llenando de titulares los periódicos, debemos reconocer que nuestra educación colombiana aún está en deuda con lo que ésta debe ser.
Más allá de cuáles artículos, cuántos actores o quiénes sean los congresistas, ministros o presidentes que promuevan las leyes, es claro que necesitamos una educación que, como lo pedimos como comunidad Unadista en junio pasado, a través del “Manifiesto de la más grande Universidad Colombiana, la UNAD, al Gobierno del Presidente Petro frente a su propuesta de reformar la Ley 30 de 1992”: responda a consensos nacionales sobre los propósitos y fines de un sistema educativo integral; que sea pensada y gestionada en contexto de la totalidad de un sistema que articule la educación inicial, básica y media con la formación para el trabajo y el desarrollo humano, y las más variadas modalidades y ofertas existentes; que potencie proyectos educativos innovadores y acordes al contexto social y económico de los educandos; que ofrezca una financiación estatal equitativa, y que asegura acceso universal a todos los estudiantes, entre otros muchos posibles deseos.
La educación, en todos sus niveles, nunca puede ser vista como un gasto, una apuesta política, una bandera de campaña o una costosa inversión.
Los beneficios, directos e indirectos de la educación, son incalculables. Más allá del crecimiento personal e intelectual que ésta ofrece y de la cualificación del mercado laboral, potenciar la educación trae a la sociedad beneficios, no medibles en el corto plazo pero de gran eficiencia en el mediano y largo plazo (externalidades les llaman), tales como mejora en la convivencia, aumento en el conocimiento y respeto de las leyes, incremento en la tributación ciudadana, elevación de los estándares de calidad de vida de la población y, en general, la aparición de nuevos escenarios de paz.
El gobierno del presidente Gustavo Petro ha puesto en consideración del país una reforma a la Ley 30 de 1992 (que especialmente incidirá en la forma como se espera mejorar los aportes del Estado a las instituciones de educación superior públicas, como la UNAD, entre otros ajustes operativos al sistema, algunos polémicos o aún en etapa de construcción) y también una propuesta de ley estatutaria en educación, hoy inexistente en el país.
La Ley Estatutaria aspira a que la educación, en todos sus niveles, sea reconocida como un derecho fundamental para cualquier ciudadano (algo a lo que ningún académico, apasionado por la educación, podría oponerse) y, en consecuencia, que el Estado asuma el compromiso de asegurar las condiciones para que éste se dé, así como el financiamiento, la gratuidad y la permanencia de los estudiantes, entre otras consecuencias de ello. De esta manera, el Ejecutivo busca responder a un imperativo de orden mundial de la UNESCO de hace más de dos décadas.
El primer punto del Manifiesto Unadista, de julio pasado, antes de que el gobierno presentara su propuesta de Ley Estatutaria, señalaba que: “Dado que la educación es un derecho de todos, que permite dignificar vidas, elevar los escenarios de democracia y potenciar el desarrollo personal y profesional, Colombia debe tener una sola ley, estatutaria, que proteja constitucionalmente el acceso al conocimiento, la continuidad educativa, la articulación, el bienestar, la protección para la formación integral de estudiantes, la dignidad de los docentes y la modernización de todas las instituciones públicas y privadas en todos los ciclos y niveles de la educación colombiana”.
En coherencia con lo que es la UNAD y nuestro discurso, debemos saludar positivamente la apuesta gubernamental para que esto sea posible.
Es una responsabilidad de la dirigencia universitaria apoyar cualquier acción del Ejecutivo que contribuya a avanzar en educación, así como cuando, por ejemplo, con el anterior gobierno del presidente Duque –ideológicamente contrario al actual- reconocimos el esfuerzo por avanzar en el programa de Matrícula Cero.
Esperamos que el debate sobre la Ley Estatutaria responda a la sensibilidad del país, y especialmente que el diálogo entre el Gobierno y el Congreso se oriente en torno de la importancia de poner la educación en primer lugar de la sensibilidad y la agenda social, como una forma de construir semilla para cambiar las difíciles situaciones por las que atraviesan centenares de municipios colombianos con mínima presencia educativa.
El propósito de hacer de Colombia la más o mejor educada, como decía un presidente anterior; o como una potencia mundial de la vida, como lo dice el actual; o, en fin, como cuna de convivencia y pacifismo, debe ir más allá de los gobiernos y convertirse en una preocupación, casi obsesiva, de todos los colombianos.
La Ley Estatutaria sería un muy buen primer paso para reconducir la educación que necesitamos. Los debates sobre la Ley 30, la Ley 115 y otras normas, seguramente serán muy extensos y agotadores, pero si el derecho a la educación cobra valor, habremos dado un enorme paso como país y, sobre todo, para garantizar el futuro de las generaciones que nos siguen, y nuestra definición de la UNAD como “causa social educativa” podrá ser una realidad para más colombianos.
Muchas gracias,
Jaime Alberto Leal Afanador Rector
Agosto de 2023