¿Un artista siempre debe crear algo nuevo?
Esta pregunta, que parece sencilla, abre una puerta a la historia del arte digital, donde los algoritmos se mezclaron con la imaginación, y las máquinas dejaron de ser solo herramientas de cálculo para convertirse en instrumentos creativos.
Olga Marlén Acero Galindo, Docente del programa de Artes Visuales ECSAH de la UNAD, nos invita a mirar los primeros pasos del arte digital, un camino lleno de dudas, controversias y pioneros que, lejos de ser reconocidos en su momento, fueron los arquitectos de un nuevo lenguaje artístico.
Cuando el arte conoció al computador
Los inicios del arte digital se dieron en un terreno incierto: matemáticos y científicos que, en los años 60, usaban ordenadores para experimentar con formas, colores y abstracciones. Sus obras, al principio, fueron vistas como meros experimentos técnicos, más cercanos a la ciencia que al arte.
Herbert W. Franke y Benjamin Franklin Laposky, por ejemplo, usaron luz y abstracciones electrónicas para revelar la matemática oculta de la naturaleza. Poco a poco, el arte digital dejó de ser un “extraño en la galería” y empezó a consolidarse como un campo nuevo y revolucionario.
Aquí nació una paradoja fascinante: el arte digital surgió de la unión entre la lógica matemática más estricta y la búsqueda de libertad creativa más radical. Esa combinación, que parecía imposible, abrió una brecha para que el arte dialogara con la tecnología y se reinventara en un terreno nunca antes explorado.
Debates que marcaron el inicio
El arte digital no nació sin polémicas:
- ¿Qué es el arte si una máquina participa? Algunos críticos veían al computador casi como un coautor.
- ¿Dónde queda el aura? Walter Benjamin ya advertía que la reproductibilidad técnica podía matar el valor ritual de la obra. Y, sin embargo, en 1966 Michael Noll demostró lo contrario cuando creó una copia digital de Mondrian que muchos espectadores prefirieron al óleo original.
- ¿Debe existir lo material? Algunos artistas se inclinaron por impresiones físicas, otros exploraron el arte puramente virtual.
Lejos de limitarse, estas controversias expandieron las fronteras del arte y lo obligaron a reinventarse.
Y es que, más allá de los debates, lo digital trajo consigo una nueva relación entre el creador, la máquina y el público. El artista ya no trabajaba solo con lienzo y pincel: debía aprender a programar, a pensar en algoritmos y a traducir ideas abstractas en líneas de código. Así, el arte dejó de ser solo manual para convertirse también en intelectual y experimental.
Del rechazo al reconocimiento
Lo que comenzó como un experimento técnico se transformó en una corriente que redefinió las artes visuales. El arte digital ya no es visto como un intruso: es un lenguaje propio, capaz de dialogar con la política, la ideología y la cultura contemporánea.
Hoy sabemos que el computador no mata la creatividad: la multiplica. No elimina el gesto del artista, lo traduce en otro tipo de trazo, uno hecho de ceros, unos y algoritmos, pero cargado de la misma esencia humana: la imaginación.
Y aquí está lo disruptivo: el arte digital rompió la idea de que una obra debía ser única para tener valor. Nos enseñó que la originalidad no está en el objeto, sino en la experiencia que provoca. Una pieza puede tener miles de copias idénticas, pero si logra sacudir conciencias, sigue siendo arte en su estado más puro.
Además, nos obliga a cuestionar al propio espectador. En el arte digital, mirar no es suficiente: hay que interactuar, navegar, tocar pantallas, sumergirse en realidades aumentadas. El público ya no es un testigo pasivo, ahora es parte de la obra, co-creador de la experiencia artística.
El arte digital no es una ruptura con la tradición, es su evolución. Es el recordatorio de que la creatividad no está en la herramienta, sino en el uso que hacemos de ella.
Y tú, ¿qué prefieres? ¿Un óleo único en un museo o una obra digital que se transforma cada vez que la miras? ¿Un trazo fijo… o un píxel vivo que nunca deja de reinventarse?